13 de agosto de 2011

Dra. Cecilia Avenatti, Profesora de Estética

Cuando el Tú nos sale al encuentro

La necesidad de la existencia por verse reflejada en algo distinto de sí, convierte al teatro en un espacio al que el hombre acude para conocerse y tomar conciencia de sí mismo y de su relación con los otros. Por ello, desde muy antiguo, el teatro ha sido considerado por el hombre como vía de conocimiento y de transformación. La acción que se representa sobre el escenario es espejo de la búsqueda humana por saber quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos. Justamente, uno de los motivos de su atracción y persistencia cultural es la correspondencia que existe entre el teatro y la vida.
    A partir del momento en el que despertamos al viaje de la vida y comenzamos a hacernos las preguntas fundamentales de la existencia, se va configurando nuestro papel en la historia que nos toca vivir. Las sucesivas respuestas que vayamos dando a la pregunta por el “quién soy”, nos harán descubrir el personaje que somos. Esto no se logra de un día para el otro, ni es el mero resultado de un ejercicio especulativo, sino que es la trama de circunstancias y decisiones personales las que van configurando nuestra identidad más profunda. Así, entre el juego de lo dado y determinado desde afuera y lo decidido y ejecutado desde dentro va madurando el papel de lo que somos.
    En este proceso vital de maduración hay una experiencia central que consiste en la aceptación de la presencia de los otros en nuestra vida, aquéllos que en el mismo ejercicio de su libertad también van configurando su papel en mundo. Sin embargo, a pesar de su rico aporte, este intercambio con los otros no resulta suficiente cuando la pregunta por el sentido es planteada en el umbral de situaciones límites. De este modo, cuando los deseos vitales  no logran realizarse y el personaje imaginado no coincide con el personaje real, surge la necesidad de abrirse a otra dimensión. En ese momento adquiere sentido la metáfora del gran teatro del mundo, que desde Platón hasta Pirandello, pasando por el gran Calderón de la Barca, nos enseña que el papel se consuma cuando nos descubrimos enviados por Otro. La misión, conocida, asumida y aceptada, es la que nos constituye como personas plenas. El reconocimiento del rostro del Otro, que nos trasciende y nos sale al encuentro, provoca a su vez nuestra propia salida hacia Él. Y es precisamente en Él que nos abrimos a los otros: en ellos se nos descubre el Otro como Tú. Sólo un Tú personal puede pronunciar la palabra que nos llama a ser, no en el mero cumplimiento de un papel, sino como enviados a una misión.
    Así, el papel se convierte en misión y desde este centro emergemos con nueva figura. El escenario de nuestras relaciones y decisiones, de nuestros deseos y proyectos, se ubica entonces en otra dimensión. La tarea emprendida es vivida como respuesta a la iniciativa de Dios que nos ha hecho salir de nosotros mismos para poder ser nosotros mismos. El dinamismo extático del salir de sí se adueña de nuestra existencia y los deseos y planes personales no son ya los que dan lugar al desarrollo de la acción, pues a partir de entonces la acción acontece en la irrupción de la presencia del Otro que en los otros nos sale al encuentro. Cuando la paternidad se vive desde el centro de este dinamismo teologal, las particularidades de las circunstancias de la edad del niño que nos sale al encuentro, se ubican en el espacio y tiempo de un amor que hace saltar los cerrojos de los deseos individuales para abrir la puerta a la entrada de este Tú, que trae consigo la noticia de nuestra identidad más profunda. Saber descubrir en este pequeño Tú el misterio de nuestro envío es tarea de toda la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario