13 de agosto de 2011

Salud y Familia

Volver atrás para poder continuar
Las conductas regresivas en los niños, 
una oportunidad de reparar en la adopción de niños mayores
Paulina Ramírez R., Psicóloga

Cuando se adopta un bebé se espera que se comporte como un bebé, cuando se adopta un niño mayor, se espera también que se comporte como tal. Ello nos puede conducir a expectativas erróneas, que dificultan la comprensión del proceso que inician, especialmente a los padres.
    Un bebé pequeño suele tener facilidad para encontrarse con su familia adoptiva, sus procesos de vinculación tienden a darse sin mayores obstáculos. Sin embargo, la adopción de niños mayores presupone procesos de vinculación paulatinos, tiempos de encuentro que varían de un niño a otro, que consideren el contexto en que ha estado inserto, sus experiencias positivas y negativas, las separaciones y los duelos propios de su historia, incluyéndose la mayoría de las ocasiones experiencias traumáticas: negligencia, maltrato, abuso.
    Tradicionalmente entre profesionales y padres adoptivos se habla de la "adaptación del hijo a su nueva familia", sin embargo se deja de considerar que en esta relación existen también unos padres que comienzan a desempeñar un rol que nunca han jugado o que, si ya son padres, deberán reorganizar para acoger a un nuevo hijo. Este proceso exigirá múltiples ajustes y cambios en su forma de ser familia, hasta encontrar otro equilibrio. Hablamos de un proceso relacional, dónde existen dos partes que, más que adaptarse, necesitan integrarse, ya que es un nuevo sistema. Sin embargo, comúnmente se habla de los "problemas en la adaptación a la adopción", dificultades que han sido históricamente puestas en los niños: son ellos quienes deben adaptarse, quienes se llevan el peso o, más grave aún, la responsabilidad, como si pudiera ser manejado por ellos, como si dependiera de su deseo o voluntad.
    A mi juicio, el proceso de integración entre padres e hijo debiera entenderse desde una mirada vincular, desde el surgimiento de una relación que enlaza dos deseos, el de una pareja de convertirse en padres y el de un niño de tener unos padres, una familia.
    En mi experiencia acompañando a niños y familias adoptivas he visto cómo la tarea de la adaptación recae en los niños, dejándose a los padres en un rol más bien pasivo, enfocado a la tolerancia y la paciencia frente a conductas que debieran ceder en el tiempo. Estas conductas desadaptativas del niño suelen explicarse como pruebas al vínculo, a la relación o al afecto que estos padres ofrecen. Centrar la superación de estas dificultades en la paciencia de los padres nos lleva a dos riesgos importantes: por un lado, facilita el sentimiento de impotencia y desgaste en los padres (cuya paciencia muchas veces se agota), y por otro, un riesgo mayor, el restringir la capacidad de los padres de reflexionar y comprender las vivencias internas del hijo.
    En el contexto antes descrito, tienden a surgir en los niños adoptivos variadas conductas que son vistas por los adultos como retrocesos de logros adquiridos. Niños que se dormían solos comienzan a requerir de un adulto para hacerlo, que antes comían solos y ahora quieren que se les dé en la boca, que pierden el control de esfínteres logrado, etc.
    Es importante señalar que los niños que se van en adopción siendo mayores de dos años, presentan experiencias de institucionalización muy largas para sus cortas vidas, donde muchas veces han desarrollado actitudes de "falsa independencia" respecto a los adultos, adquiriendo conductas que podrían ser leídas como autónomas, simplemente producto de mecanismos defensivos o adaptativos a una realidad que no siempre ofreció la compañía o dedicación adulta que necesitaban. Se da entonces en estos niños lo que ha sido descrito por distintos autores como "sobreadaptación", "falso self" o "estilo de apego evitativo", conceptos que apuntan al surgimiento de una madurez emocional forzosa, antes de tiempo, como una forma de ajustarse a las condiciones de vida en que está inserto y/o de complacer a los adultos.
    Vemos niños que vuelven a hacerse pipí, que quieren ser acunados para dormirse, usar chupete cuando ya lo dejaron, que les den la comida en la boca cuando ya comían solos, en suma: cuidados como bebés...
    Entonces, me pregunto qué buscan de sus padres ¿Probar el vínculo construido? ¿El amor incondicional ofrecido? Ambos pueden ser formas de leer una conducta que aparece y que llama la atención de los nuevos padres. Propongo hacer otra la lectura, esta vez desde el niño: sentir que en este nuevo contexto afectivo que se me ofrece puedo recuperar el tiempo perdido, revivir con calma aquellos procesos que debí saltarme o apurar como una forma de adaptarme o, por qué no, de sobrevivir al medio que se me ofrecía. Dejarme querer, calmar, cuidar, como debió haber sido en otro tiempo por mis padres, lo que por distintas circunstancias no pudo ser.
    Cuando pensamos en los desajustes como la posibilidad de regresar a estadios anteriores del desarrollo que no han podido ser adecuadamente resueltos, éstos cobran un nuevo sentido para el niño y sus padres. Para el adulto puede ser una oportunidad especial de generar ese vínculo propio de padres e hijos, que sólo se genera con el tiempo tras acumular experiencias comunes.
    Usualmente padres e hijos se lamentan de no haber podido encontrarse antes, de haberse perdido partes de la historia. Creo que es en este contexto donde las conductas regresivas pueden ser vistas, experimentadas y entendidas como una oportunidad de revivir y reparar una parte de la historia que los padres y su hijo no pudieron compartir.

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