8 de abril de 2009

Columna de Paulo Ramírez, periodista



Un hijo es OTRO

Las experiencias humanas son tremendamente complejas. A veces miramos la realidad con un sospechoso afán simplificador, con una actitud esquemática que por lo general esconde un fundado y, por lo mismo, explicable temor a las ambigüedades, a los equívocos, a la exhibición de las debilidades más dolorosas (que son, en definitiva, la materia prima de toda vida, aunque haya quienes jamás se vayan a dar cuenta).

    El matrimonio, la familia y los hijos pertenecen precisamente a ese ámbito de la experiencia humana que nunca terminamos de comprender y que nos apuramos en describir con un par de formulismos y lugares comunes para no tener que ahondar en sus infinitas implicancias. Porque en el círculo de lo familiar están los mayores desafíos que un ser humano pueda experimentar, sólo que no lo reconocemos (o lo reconocemos demasiado tarde, lo que no sé si es mejor o peor...). Decir, por ejemplo, que la llegada de un hijo es la experiencia más maravillosa de la vida suena perfectamente bien, y la frase la repetimos casi sin conciencia y encaja en todos los contextos. Pero es una declaración cliché, vacía de contenido y ocultadora del terremoto emotivo y relacional que involucra para toda persona, para toda pareja y para toda familia.
    La llegada de un hijo es el inicio de un proceso de enajenación personal que crece durante el resto de la existencia. Cuando es el primero, involucra un impacto que nos deja atontados durante un buen tiempo; después de recuperarnos comienza la toma de conciencia: llegaremos a entender que nunca habrá nada, ni siquiera nosotros mismos (nuestro tiempo, nuestra paz, nuestra fantasía) que nos pertenezca del todo y por completo.
    Las frases hechas dedicadas a los hijos son abundantes, y eso es muy sintomático: “Mi hijo no me ha dado más que alegrías”; “Este es el hijo que toda madre quisiera tener”; “Mi hijo es lo único que tengo”. Cuando las pronunciamos –no nos engañemos— sabemos que no estamos diciendo toda la verdad. Pero lo que escondemos no es para avergonzarse. El valor y el profundo misterio del amor filial están fundados justamente en la imperfección, en la mácula del objeto de nuestro cariño, los que, en definitiva, no son más que una repetición de nuestras propias manchas y debilidades.
    En los hijos ponemos demasiadas esperanzas dirigidas a nuestra propia satisfacción. Cuando llegan los cubrimos con nuestras ambiciones, convirtiéndolos en una prolongación del diseño de nuestra propia posición en el mundo. Esa versión del “amor” de padre y de madre (la del orgullo y de la infatuación) contiene una hiriente injusticia y es una simple celebración de sí mismo.
    Tener un hijo se confunde demasiado a menudo con un regocijo frívolo del ego, con la consecución de un objetivo cuyo sentido empieza y termina en nosotros mismos. Pero es exactamente lo contrario: una realidad dirigida hacia otro, hacia un ser que no nos es propio, que incluso tiende a escapar de nosotros, pero que nos domina a través de un yugo que es incluso más delicado que “el suave yugo del amor”: es el yugo del amor gratuito, inevitable, ineludible.
    No pretendo con todo esto amargarle la paternidad o la maternidad a nadie. De hecho, me considero un padre feliz, que ama a sus cuatro hijos y que se siente amado por ellos. Más bien transmito el avanzado estado de mi propio aprendizaje, que involucra entender que la “otredad” del hijo es superior a todo impulso posesivo, a toda protección en exceso, incluso a toda pretensión educativa (que lo digan, si no, tantos padres dolidos, frustrados, traicionados, dolorosamente solos). Entender que el hijo es otro es, probablemente, el mayor desafío de ser padre. Es aceptar a una persona diferente a uno (por más herencia que delaten los rasgos y los modos), plena de derechos y también de libertad. Un hijo no es un regalo: es un despojo, que, paradójicamente, buscamos con ansiedad y aceptamos con gratitud, porque nos hace definitivamente humanos.

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