8 de septiembre de 2009

Columna de Paulo Ramírez, periodista



Vidas de carne y hueso

Siempre me han parecido sospechosas las vidas continuas, esas existencias que pasan de una etapa a otra como si fueran parte de una cadena perfectamente eslabonada, de una lista de pequeños logros por alcanzar, de ritos por celebrar, de bienes por comprar, de obligaciones por cumplir.

    Uno visita sus casas y resulta que se ven todas iguales (versiones impersonales de los modelos más alcanzables de mobiliario publicado en las revistas de decoración, con una visita a una gran tienda y un despacho 48 horas más tarde como toda historia); uno escucha sus discursos y reconoce que no son más que aprendizajes esquematizados de doctrinas por las que nunca pasó alguna pregunta fundamental; conoce a sus esposas o maridos, según el caso, y cierra el círculo de una vida transitada con simples remedos de pasiones, escrita sin sustantivos propios, verbos ni adjetivos, una vida sin manchas de fluidos vergonzosos y sin arrepentimientos por haber tomado caminos erróneos.
    Conocemos demasiados ejemplos de historias de esa clase, angustiadas por alcanzar un ideal existencial que les dé a sus protagonistas el derecho de entrada al panteón de las vidas homogéneas, cómodas y sin sobresaltos que una educación particular, una universidad de prestigio, un postgrado en negocios, un matrimonio adecuado, una casa en un “barrio de gente normal, como uno”, unas vacaciones “donde corresponde” parecieran asegurar.
    Las vidas realmente admirables son muy distintas a estos placenteros sobrevuelos a lo ancho de este mundo: hombres y mujeres que exploran los límites de sus circunstancias, que acentúan la peculiaridad de sus caracteres, que celebran su distinción tanto como la de los demás.
    Marcel Schwob dice en Vidas Imaginarias que “el arte es lo opuesto a las ideas generales, no describe sino lo individual, no desea sino lo único”. Así sin duda es también cada vida: valiosa en su particularidad, en su capacidad de engendrar y dejar crecer infinitos y diminutos rasgos que la hacen diferente a todas las demás. Continúa Schwob: “…observen la hoja de un árbol, con sus caprichosas nervaduras, sus colores que varían por efecto de la sombra y del sol, la hinchazón levantada por la caída de una gota de lluvia, la picadura que le deja un insecto, la huella plateada del pequeño caracol, el primer dorado mortal que ha marcado el otoño; y busquen una hoja exactamente igual en todos los grandes bosques de la tierra: los desafío a que lo hagan”.
    Cuando niño aprendí más del amigo cuyos padres se habían separado –ese que andaba extrañamente silencioso el lunes por la mañana, al que le dolían los encuentros familiares y las celebraciones masivas— que de todos los demás, reposadamente alegres la semana completa. El abuelo muerto, la madre abandonada, el hermano marcado insistentemente por la tragedia, la hermana manchada de vergüenza, el tío de cuya suerte nunca más se supo… todos esos se me aparecían como los testimonios indesmentibles de una presencia vital que la catequesis de lo correcto, lo adecuado y lo aceptable intentaban ocultar.
    Más tarde, inconscientemente he preferido a quienes andan por el mundo resistiendo el recuerdo de sus propias llagas. A ese que recogió a su padre alcohólico de una acequia para rogarle que se compusiera aunque fuera un rato y así pudiera firmar su postulación a una beca que le aseguró la universidad (el padre se encerró quince días, a pan y agua, hasta curarse de su enfermedad a punta de gritos y cabezazos contra las paredes: nunca más tomó). O a esa que resistió silenciosa el abandono de su padre cuando era una niña feliz y mimada, y que lo buscó años más tarde para perdonarlo y verlo morir en una soledad acompañada sólo de sus besos. O a esos que no lograban tener hijos y que veían, reteniendo las lágrimas, cómo crecían las familias de todos los cercanos, y se preguntaban cada noche “por qué nosotros, Señor, por qué…”, y que al final resultaron bendecidos con un hijo adoptivo al que ya le conocen de memoria cada átomo de su cuerpo. O a ese que llegó a ser traficante de tan enfermo por su adicción, y que ahora, hace ya tiempo rehabilitado, sigue escondiendo sus pequeños vicios, temeroso de causar otra vez el mismo dolor, la misma angustia entre los que quiere.
    Esas vidas heridas por su propia biografía, dolidas por su individualidad, son las únicas realmente libres, las únicas que realmente valen la pena.

1 comentario:

  1. Son experiencias que se nos manda para aprender de ellas, no son castigos ni pruebas. Mis padres se separaron y muchos de los sueños incumplidos que sospechaba podría tener junto a mi padre se esfumaron, no podría ser un ser humano si dijera que esos sueños aún rondan en mi cercanía.
    Hoy hago con mi hija lo que supongo hace un padre, doy amor, educo, doy ejemplo de vida y perdono; un cariño en su cabeza, acompañarla a hacer su deporte favorito, escucharla atento cuando me cuenta algo importante para ella, callar cuando debo, aconsejar y darle mi opinión y otras tantas que hoy reconozco como parte de mis labores.
    Este año mi hija hará su primera comunión y como yo no la había hecho decidí hacerla junto a ella, para mi será uno de los momentos importantes de mi vida por varios motivos, uno de ellos será que juntos recibimos a Dios en nuestro corazón.
    Estoy orgulloso de mi hija y de mi mujer, hemos hecho una familia unida, los ejemplos son importantes, nadie aprende a ser padres, algunos lo son sin proponerselo, otros sin mayores dificultades, algunos de nosotros lo decidimos con el corazón lleno de amor y alegría.

    http://puedeserque.blogspot.com/

    Saludos

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