22 de diciembre de 2010

Paulo Ramírez, periodista


La ruta lógica
El gran problema de Chile es que cuando nacemos ya todo lo fundamental está decidido. Y lo que no ha determinado la cuna lo hará el colegio, su prolongación natural. Los padres que pueden hacer una elección con profusión de alternativas, es decir, la inmensa minoría, se preocuparán de asegurar para sus hijos exactamente lo que les corresponde –y ojalá un poco más.

    Escogemos el colegio de nuestros hijos con la absurda fantasía de que conseguiremos la mejor educación. Lo que conseguimos es que se integre de manera definitiva al grupo al que creemos que nosotros mismos pertenecemos –u ojalá a uno levemente superior.
    La educación en Chile es el gran desintegrador de la sociedad. Y debiera ser lo contrario. Divide en subconjuntos, consolida guetos, levanta muros tan anchos y tan altos que convierten en enemigos naturales a todos los que quedan fuera. Construye una sociedad de estratos inmodificables, donde hacen falta méritos titánicos para pasar de un escalón a otro –y nunca esos méritos vienen de la educación formal, nunca vienen del colegio, por más esperanza que hayamos puesto en su elección.
    Dice Irène Némirovsky en “Suite Francesa”, al constatar que los burgueses de su país se avenían tanto con los oficiales alemanes invasores, que no hay nada que una más a los habitantes del mundo que la manera como toman el cuchillo y el tenedor: mucho más que las razas, las religiones o las fronteras. Pero lo que une también separa: así es nuestra educación.
    Escogemos un colegio y se nos vienen a la cabeza las miles de imágenes que aspiramos que sean el escenario y el libreto de la vida de nuestros hijos.
    Vemos sus uniformes distintivos, tanto más lindos que los de los otros, sus deportes de aires británicos, sus viajes a playas donde “no hay peligros”, sus subidas a esquiar, sus turnos en autos grandes y seguros y, sobre todas las cosas, sus contactos. En esos contactos está buena parte del futuro por el que tantos esfuerzos estamos haciendo y que nos cuesta una porción tan dolorosa de nuestros ingresos mensuales. Esos contactos permitirán que nuestros hijos vayan a jugar y más tarde a estudiar a casas que llenan las expectativas del más exigente, donde los nombres de las calles son siempre “camino de algo” y las numeraciones parecen las de un teléfono, donde los apellidos de los dueños vienen de Europa y, ojalá, de una ciudad pequeña del país vasco o de las cercanías, donde a los jardineros se los saluda con una levísima inclinación de cabeza y a las nanas se les dice “hola”, si es que se les dice, pero jamás se les saluda de beso.
    Esos son los contactos de donde saldrán las pololas y los pololos de nuestros hijos e hijas, con los que ellos podrán mantener algo parecido a la virginidad aunque cueste un enorme esfuerzo y si se fracasa que sea con otros porque hay otro tipo de gente para eso del sexo… Esos son los contactos que nos permitirán soñar con un matrimonio de blanco, misa de precepto y bendición papal, lleno de flores, en una iglesia nueva y escandalosamente grande o en una antigua pero bien calefaccionada, dependiendo de lo que dicte en ese minuto la moda; con una fiesta donde estén todos los que tienen que estar, se escuche la música del momento y se coma la novedad del año con trufas y tomillo, con regalos de catálogo que serán cambiados después por plata, excepto los que realmente tienen valor o los que hay que esconder y que llegaron de parte de algún desubicado. Son los contactos gracias a los cuales podremos soñar con nietos rubios corriendo al lado de la piscina y una mesa larga de comercial televisivo con varias generaciones de soleada felicidad. Son los contactos que les darán oportunidades de trabajo, de poder ser mediocres manteniendo un buen sueldo, de poder caer y levantarse varias veces en la vida con una suerte que muy pocos en realidad tienen. Esos son los contactos que le seguirán poniendo ladrillos a la muralla de la separación, de la segregación, del clasismo, del resentimiento, del odio, en definitiva, y que nos permitirán seguir viviendo en este pequeño jardín donde todavía llega el sol.
    Probablemente ni siquiera pensemos en todo esto en el momento de elegir el colegio al que mandaremos a nuestros hijos. Pensaremos en repetir el molde en que fuimos criados, en la similitud de valores, en el inglés, en la PSU, en el SIMCE, en las oportunidades deportivas, incluso en la cercanía a la casa… Pero esa es una ilusión. La verdad no la vemos, como nos pasa con casi todas las verdades fundamentales.

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