El padre de P.
Siempre he tenido la idea de que la gente no cambia. Que las personas nacen y se crían de una manera y que en adelante no hay forma de modificarlas realmente. Es probable que esta idea la compartan muchos de lo que piensan que un niño, por ejemplo, pasados los tres, los cuatro o los cinco años ya está construido con su estructura definitiva y que todo esfuerzo será inútil para torcerle incluso una mínima parte. Pero cada vez que este pensamiento fatalista me invade (y estoy seguro que es lo que le ocurre a quienes miran como un riesgo la adopción de niños mayores) me acuerdo de la historia de mi amigo P. Más bien de la historia de su padre.
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