30 de diciembre de 2011

Paulo Ramírez, periodista

Escuchar a los cabros
Cuando el movimiento estudiantil llevaba unas pocas semanas, y aún así ya había dado cuenta de un ministro de Estado y tenía al país haciéndose varias preguntas fundamentales, recuerdo haber tenido una conversación sobre el tema con mi padre. Él es amante de la democracia, pero también del orden y del respeto a las instituciones. Por eso yo suponía que su reacción natural sería condenar el movimiento, o por lo menos cuestionar sus métodos, que ya estaban derivando en frecuente caos callejero.
Por eso me sorprendió lo que me dijo: “Lo que pasa es que a los cabros hay que tomarlos en serio; hay que escucharlos”.

    Recién ahí entendí que este levantamiento habla mucho acerca de la relación que durante los últimos años hemos tenido con nuestros hijos. Los estudiantes movilizados tienen entre 18 y 24 años, aproximadamente. La gran mayoría tiene padres (o un padre solo, o más probablemente una madre sola) que están haciendo un esfuerzo titánico para enviarlos a la universidad, un logro que antes nadie en su familia había alcanzado. No sólo surge ahí la satisfacción del joven por haber conseguido ese objetivo: surge el orgullo de sus padres, que ven hecho realidad el sueño de toda su vida (que mis hijos tengan su profesión). Para pobres y ricos, para primera generación universitaria o quinta, el mecanismo es el mismo: la tradicional frase, tan chilena, que busca que “mis hijos sean más que yo”. O como me gusta más: “Estudea, estudea, pa’ que no seai lo que yo hei sío”.
    Pero un objetivo de esa magnitud, que involucra decisiones de vida, nunca llega de repente: se construye durante toda la existencia. Y por lo mismo viene acompañado de nuestra propia historia amalgamada con la que corresponde a nuestros hijos. Nuestros esfuerzos han consistido en levantarnos temprano durante décadas, soportar trabajos que muchas veces aborrecemos, con jefes que se desquitan con nosotros por sus propias frustraciones, juntando la chaucha para pagar un colegio un poquito mejor y más tarde el preuniversitario, pidiendo prestado para mandar al hijo a la universidad. Ese es el derrotero del empeño, de la responsabilidad, del deber que se cumple a toda costa y sin reclamo, del tesón que nunca hace preguntas ni incomoda… un derrotero que siempre consideramos como el triunfo de nuestro amor filial, pero que en el fondo es apenas el triunfo de nuestra fuerza de voluntad.
    Porque nuestros hijos quieren otra cosa. Nuestro sudor les ha dado bienes que nosotros ni siquiera imaginamos alguna vez tener, oportunidades que para nosotros nunca llegaron, dedicación y compromiso que para nosotros simplemente no existió. Eso les vino bien, pero no ha sido suficiente. No es que quieran más: quieren algo distinto. Decimos que quieren ejercer todos los derechos pero que no están dispuestos a cumplir con ningún deber. Por supuesto que es así: porque así los criamos. Ahora vemos los efectos y por eso en estos días pareciera que el mundo se nos desarma.
    Pero no es el fin del mundo. Como tampoco es el fin de nuestras familias porque nuestros hijos nos enfrenten en la mesa de igual a igual y reclamen su capacidad de decidir su propio destino (aunque hasta ahora no le hayan trabajado un peso a nadie). Miramos el mundo con ojos que se han puesto viejos. No entendemos lo que está pasando. Tiene razón mi padre: hay que escuchar a los cabros.
    Cita normas A.P.A.: Ramírez, Paulo (2011). Escuchar a los cabrosAdopción y Familia, 7, 12

    URL Abreviada: http://numrl.com/ppr07

No hay comentarios:

Publicar un comentario