Del dolor a la esperanza
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Uno de los grandes
descubrimientos del siglo XX ha estado en demostrar que los primeros tres años
de vida de un niño (y evidentemente los nueve meses previos de gestación en el
continente natural más perfecto que existe, el útero) son los más importantes para
su futuro.
Las investigaciones nos revelan que durante el primer año, el bebé establece el mayor número de conexiones neuronales de toda su vida y no volverá a tener una etapa tan prolífica y de manera tan condensada, intensa y productiva en cuanto a expansión y explosión neuronal como en ésta. En el momento del nacimiento, la mayoría de los cien billones de neuronas del cerebro humano aún no están interrelacionadas en redes (Shore, 2000), tarea que el contacto afectivo, continuado y estimulante de ese otro significativo pondrá en marcha para el desarrollo de nuestro pensamiento y las funciones de él dependientes, a través de la migración y la interconexión neuronal. A los dos años, sus neuronas alcanzan los niveles de una persona adulta y a los tres doblan el número de sinapsis de sus madres (Reichert, 2011). En los siguientes años y hasta los diez, con mayor intensidad, las neuronas que no estén en red y en uso serán eliminadas (poda), al igual que la función o actividad que sustentan.
Las investigaciones nos revelan que durante el primer año, el bebé establece el mayor número de conexiones neuronales de toda su vida y no volverá a tener una etapa tan prolífica y de manera tan condensada, intensa y productiva en cuanto a expansión y explosión neuronal como en ésta. En el momento del nacimiento, la mayoría de los cien billones de neuronas del cerebro humano aún no están interrelacionadas en redes (Shore, 2000), tarea que el contacto afectivo, continuado y estimulante de ese otro significativo pondrá en marcha para el desarrollo de nuestro pensamiento y las funciones de él dependientes, a través de la migración y la interconexión neuronal. A los dos años, sus neuronas alcanzan los niveles de una persona adulta y a los tres doblan el número de sinapsis de sus madres (Reichert, 2011). En los siguientes años y hasta los diez, con mayor intensidad, las neuronas que no estén en red y en uso serán eliminadas (poda), al igual que la función o actividad que sustentan.
Es fácil deducir
entonces la responsabilidad que los adultos tenemos para y con todo niño,
especialmente estos primeros años, y hasta que dejan de serlo, como mínimo. Si
bien sabemos que la condición genética influye de manera poderosa en el
nacimiento, hoy en día es innegable el principal papel que las personas más
significativas que rodean, “nutren” (de vida y experiencias) y acompañan al
niño tienen en su posterior desarrollo. Lejos ya de llamarlo ambiente, por lo
botánico y estático del término, hoy sabemos que las relaciones que el niño
establece con su mundo interpersonal más próximo, ya sean padres biológicos o
adoptivos, educadores, tutores, maestros…, determinarán que su crecimiento, sea
amplio, denso y profundo o bien más superficial y liviano.
Es evidente que si al
nacer nuestro cerebro tiene sólo un cuarto de su peso final, tres partes del
mismo se “construyen” fuera del vientre materno (Reichert, 2011), a través de
un otro disponible y afectuoso que posibilitará una construcción lo más sólida
y segura posible.
En la base de un
mundo experiencialmente rico, normosaludable y respetuoso para el bebé
encontramos los buenos tratos a la infancia (Barudy, Dantagnan, 2005), siendo
determinantes las capacidades personales como el apego, la empatía, el modelo
de crianza y la participación en redes sociales, y las habilidades parentales
fundamentales –extensivo a cualquiera de los agentes educadores del niño-, como
son la nutriente, la socializadora y la educativa.
Son muchos
(siempre, hablando de infancia, más de dos serán muchos) los niños que por unas
u otras condiciones no pueden beneficiarse de los buenos tratos que la “tribu”
en la que nacen debería proveerles. En tantos otros casos, además, si se dan
condiciones tan graves de carencia, negligencia, abuso o abandono, la huella
que esa temprana cicatriz deja en sus cerebros infantiles, especialmente en
esos primeros tres años, será difícil de minimizar o compensar a lo largo de su
maduración.
Sabiendo que esta
maduración se produce siguiendo unas etapas sucesivas y de manera acumulativa,
la existencia de unos periodos críticos y sensibles nos facilitarán u
obstaculizarán ésta, dependiendo de la sincronía que haya entre lo que el
cerebro debe aprender y que lo haga en el momento en que está más preparado
para ello (aún sabiendo que muchos aprendizajes se pueden dar de manera
posterior, y modificar igualmente nuestro cerebro, como ocurre con el
aprendizaje de la lectura –Carreiras, 2009).
La capacidad de
desarrollar resiliencia (otro de los grandes descubrimientos del siglo pasado)
será un factor determinante para neutralizar ese daño y el deterioro padecido.
Su principal virtud será la de permitir, a pesar de esa adversidad, que el niño
pueda crecer “acorazado” y poder transformar el dolor de la traumática
experiencia que el adulto le ha infligido, en materializar todo su potencial
más constructivo, haciéndolo acto. La urdimbre de esta resiliencia será el
afecto, el contacto en red de seres humanos que lo sustentan y la solidaridad
derivada de la empatía básica que promueve la ayuda mutua entre las personas.
Es, por esto, un
deber de los profesionales que trabajamos con la infancia el conocer cómo la
historia de vida de un niño influye y delimita su camino posterior,
determinándolo en algunas ocasiones, y restringiéndole en tantas otras,
funciones, capacidades y habilidades para las que su cerebro fue diseñado pero
que, por los contextos dolorosos y dolientes que vivió, así como la incapacidad
del adulto de promoverle y situarlo en un espacio seguro, afectivo y estable,
no alcanzará todo su potencial, quedando en el peor de los casos, muy dañado.
De ahí surge la
necesidad de resignificar los síntomas más comunes en niños que han visto
comprometida su infancia más temprana por la incapacidad adulta de ofrecerle un
continente seguro. El objetivo es evitar que la persona que lo tenga delante
(padre, profesional de la salud, de la educación, iguales…) pueda perder la
perspectiva más adecuada y ajustada por el mero hecho de englobarlos dentro de
diagnósticos erróneos, inespecíficos o inherentemente patologizadores, o
cosificarlos en síntomas que van más allá uno u otro trastorno. El fin último:
poder llevar a cabo una intervención realmente comprehensiva, remediadora y
terapéutica en su sentido más amplio, siempre dentro de un trato humano,
humanizante, respetuoso y lo menos dañino posible.
Eduardo Barca. Psicoterapeuta. Centro Alén
URL
Abreviada: http://numrl.com/vaf10
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